miércoles, 15 de agosto de 2012

[OPINIÓN] De como conocimos la expropiación de los carritos y se tragó una mosca el doctor

Por Melitto, Largo de Café. 

A oscuras y delante de la tele, a eso de las tres tras paredes de piedra, se respira mejor que fuera, en los infiernos amarillos de la Castilla rural abrasando de sobremesa. Y ahí estábamos, viendo al de Marinaleda. El del doctorado, acostumbrado a opinar y sentar cátedra, se mostraba contrariado por ese poco ejemplar asalto a la propiedad privada. Habló, escuchamos. Entonces mi padre, que es de pocas palabras pero que acostumbra a asentar en ellas una especie de silencio omnipotente y acreditado desde siempre, que yo recuerde, también habló, pero no de supermercados y legalidades, sino de las necesidades de la población, de lo que está ocurriendo y del respeto que hay que tener a quienes reivindican, un respeto que no han de olvidar especialmente aquellos que han llegado a mesa puesta y que no han tenido que pelear, lo que se dice pelear, nada o casi nada. Esto al del doctorado no le debió gustar demasiado, punto en boca. 

Y así, o parecido, en toda la España, en la que algo se ha removido por obra y gracia de un sindicato andaluz de trabajadores con los cojones bien puestos, quizá porque va pareciéndose cada vez más ella entera a un jornalero andaluz, y la familiaridad te llama por el nombre sin permiso. El martirio mediático a la figura de Sánchez Gordillo ha sido muy del ruedo ibérico, en plan perros del marqués ladrando en el coto, versión digital. En la tertuliada postmediática no ha habido tanto can, creo yo, aunque quizá más dones y doñas aterrorizados por el espectro del Ejército Rojo tomando La Moraleja y mucho mindundi creyéndose quién para juzgar y sojuzgar. Me ha llamado la atención la sarta de aspavientos pseudomoralizantes y el rasgar de vestiduras, la retahíla de argumentos que, sin demasiada contundencia cuando tenían algo de fundamento, he oído en contra de la acción de “expropiación” de productos básicos de alimentación en el dichoso supermercado. Ante tanto revuelo uno intenta enterarse en condiciones del qué, el cómo, el quién, el cuándo y el por qué y cuando, a fuerza de navegar por la internet, esperas con horror visionar las imágenes en las que un sindicalista le propinará la Patada del Dragón a una pobre cajera esparciendo sangre y dientes por el suelo, la realidad filmada te pone los pies en el mismo y delante de una chica atolondrada que llora lerdamente superada por ella misma en los acontecimientos. Y no hay Patada del Dragón, ni nada que se le parezca, por suerte.

 En el fondo todo el mundo sabe que robar comida a una gran empresa para dársela a quien la necesita, si no está bien, tiene un pase. Por eso todas las críticas a la “expropiación” de los carritos dignas de ser escuchadas comienzan con una disculpa soterrada, un “soy consciente de la grave situación que atraviesa el país, de que hay gente que lo está pasando mal, pero (…)”. Lo más impertinente para el escándalo que se adosa a dicha disculpa es que, en efecto, la comida ha ido a parar a gente que la necesitaba; y a ese hecho impertinente se suma otro relato aún más incómodo: eres muy consciente de que hay quien las está pasando putas o muy putas, cerca o muy cerca de ti y eso no te ha escandalizado, no lo suficiente, lo que torna insoportable que haya gente con arrojo para tomar cartas en el asunto por las bravas cuando tú no has sido capaz de hacer NADA; tampoco moverás un dedo para proteger el negocio de Juan Roig, y lo sabes. 

Cuando cae la tarde, con la fresca, se abren las ventanas en las paredes de piedra, por lo que podía oírse a la familia en el salón desde fuera. El informativo de las nueve volvió de nuevo raca raca con el de Marinaleda. Sin mover un dedo, mi padre dijo: parece que aquí lo que no se puede es hablar de necesidades. Y allá no zumbó ni una mosca ni un doctor.


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